En 1 Corintios 13, uno de los capítulos más conocidos de la Biblia, Pablo habla de la preeminencia del amor sobre los dones espirituales porque en aquella iglesia había una cierta obsesión con estos. El mensaje de Pablo para ellos se podría resumir de esta manera: el amor es la marca distintiva de un verdadero discípulo, no los dones ni las obras. De modo que no tenemos la opción de amar, tenemos el mandato; y sí, podría parecer fácil, siempre y cuando la persona a quien amemos sea de nuestro agrado, nos trate bien, se preocupe por nosotros, nos brinde su apoyo. Dicho con menos palabras, cuando corresponda a nuestro amor. El reto viene cuando se trata de amar a alguien que nos resulta difícil, porque es todo lo opuesto a lo anterior.
Creo que de las cosas que el Señor demanda de nosotros la más difícil es amar a los demás. ¡Piénsalo! En la vida tenemos muchas personas fáciles de amar, pero igual tenemos una buena cantidad de aquellas que, si nos dieran la opción, preferiríamos evitar. Seamos honestos. ¿Cómo, pues, amar cuando es difícil? Veamos algo que Pablo escribió a un grupo de creyentes en la ciudad de Colosas.
El amor es la marca distintiva de un verdadero discípulo, no los dones ni las obras.
Estos creyentes amaban de una manera que Pablo destaca: «Pues hemos oído […] del amor que tienen por todos los santos» (Col. 1:4). ¿Qué había de diferente en ellos, qué hicieron para lograrlo? La respuesta no está ni en lo primero ni en lo segundo. Eran personas comunes y corrientes, pecadores como nosotros. ¿Y entonces? Sigamos leyendo la carta:
«… el cual también nos informó acerca del amor de ustedes en el Espíritu» (v. 8).
El amor no era humano ni natural, era en el Espíritu. Amar a otros, en nuestra propia fuerza, es muy difícil, por no decir imposible, pues incluso cuando la otra persona corresponde a nuestros afectos, las imperfecciones humanas, nuestros pecados, harán que en algún momento batallemos con el deseo de mostrar amor. ¿Te ha pasado? Hay circunstancias que nos llevan a cuestionar si realmente nos aman, o si podemos amar. Los conflictos o decepciones provocan que se nos apague el deseo de amar.
Tú y yo no podemos amar como Dios nos pide a menos que Él mismo lo haga en nosotros. Nuestra naturaleza humana es demasiado egoísta para amar sin esperar nada a cambio. Por eso las relaciones se rompen y cuando preguntamos, la respuesta es alguna de las que mencionamos antes, algo así como «se acabó… la amistad, la relación, el matrimonio». Se «acabó» porque el amor de verdad solo es posible cuando Dios, a través de Su Espíritu, nos hace un trasplante de corazón.
Entonces, ¿cuál es la parte que nos toca a ti y a mí? Lo primero es arrepentirnos de nuestro deseo de no amar. Luego, comenzar a orar por esas personas a quienes nos resulta difícil amar. La realidad es que no tenemos opción. Jesús nos mandó a orar por los que nos maldicen y bendecirlos (ver Luc. 6:28). El cristiano no puede esconderse tras pretextos ni preferencias personales cuando de dar amor se trata. ¡Es un mandato! Necesitamos rendirnos a la obra del Espíritu, entregar el orgullo o el dolor de la herida y orar por la persona. Fíjate, no es orar para que ella me ame, es orar para yo amarla a ella, para hacerlo a la manera de Dios.
No, no es fácil. Créeme que escribo esto y algunos nombres pasan por mi mente. No he amado a esas personas como debería. Tal vez a ti te esté pasando lo mismo. ¿Qué tal si hoy comenzamos de nuevo? ¿Qué tal si en la lista de oración, mental o escrita, incluimos esos nombres? Vivir como Dios lo diseñó es desafiante, es difícil, es contracultural; pero es la única manera de experimentar Su abundancia, esa por la que Jesús murió. Por cierto, tal vez no veas los cambios que esperas o quisieras en la relación, pero un cambio de seguro ocurrirá. ¿Sabes dónde? En nuestro corazón.
El amor de verdad solo es posible cuando Dios, a través de Su Espíritu, nos hace un trasplante de corazón.
Me imagino que estás pensando que este diseño es demasiado divino, demasiado difícil, imposible de poner en práctica. Pero permíteme ir un poco más allá y plantearnos un desafío. Si el Espíritu Santo vive en nosotros, y el Espíritu es Dios mismo, y si parte del fruto del Espíritu es amor… ¿será imposible entonces pedirle que nos enseñe a amar de esta manera? ¡Claro que no! La voluntad de Dios es que amemos como él ama: «Este es Mi mandamiento: que se amen los unos a los otros, así como Yo los he amado» (Juan 15:12). Y la Palabra enseña que, si pedimos según Su voluntad, Él nos oye. De modo que el ciclo está completo: Dios quiere que amemos como Él, y el fruto del Espíritu en nuestra vida es esa clase de amor. Pidámoslo, y caminemos en obediencia.
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