Otra vez el peso de la culpa me había abrumado. Otra vez sentía que era un fracaso porque no pude contener mis emociones, porque dije lo que no debía, porque perdí la paciencia. Otra vez sentía esa sensación horrible de condenación. ¿Has estado ahí? Me imagino que sí. Es un escenario que solemos visitar sin desearlo.
¿Qué quiere decir vivir condenado? Es estar sentenciado, saber que se nos ha impuesto una pena por haber cometido algún delito. Toda la humanidad está por defecto condenada: «por cuanto todos pecaron y no alcanzan la gloria de Dios» (Rom 3:23). Así llegamos a este mundo, porque el pecado lo heredamos, viene en nuestro ADN.
Sin embargo, Pablo escribe en Romanos que hay una excepción para esa condena: «no hay condenación para los que están en Cristo Jesús» (8:1). ¿Quiénes están exentos? Los que están en Cristo Jesús. Es decir, los que han sido liberados de la condenación gracias a la obra de Cristo en la cruz. Eso es lo que Pablo entonces argumenta en los versículos que siguen. El pecado y la muerte ya no tienen poder sobre la vida del creyente porque Dios envió a Cristo para que fuera el pago, la ofrenda por el pecado. Nosotros no podíamos hacer ese pago, siempre nos quedaríamos cortos. El estándar de la ley de un Dios Santo está fuera del alcance de nosotros, los pecadores. ¡Por eso era necesario que Cristo, completamente humano y al mismo tiempo completamente Dios, viniera y cumpliera la ley en nuestro lugar!
Ahora bien, esto es Evangelio 101. Lo básico, el mensaje que muchas veces predicamos. ¿Pero sabes cuál es el problema? Que creemos que este mensaje es solo «la puerta para entrar al cielo» y nada más. Que una vez que hemos recibido la salvación, ya no necesitamos más recordar el Evangelio. Sin embargo, el Evangelio es para todos los días y todos los días tenemos que recordarlo.
Mira qué importancia tiene recordar esta verdad. Si yo me olvido de que ya no hay condenación para mí, porque ahora estoy en Cristo, corro el riesgo de vivir creyendo que depende de mí que Dios me acepte. ¡Incluso sin darme cuenta! Vivo pensando que tengo que hacer más, que tengo que con mi conducta o mis obras ganarme lo que ya Cristo ganó por mí. Vivo poniendo la ley por encima de la gracia, vivo en legalismo. Cuando creemos que se trata de nosotras, de nuestras obras, de que es necesario mantener cierta imagen frente a los demás o hacer ciertas cosas para ganarnos la aprobación de Dios o para tener una buena relación con Él, ¡estamos viviendo bajo el yugo del legalismo! Y el legalismo siempre nos deja cansadas, agobiadas y sin fuerzas.
Si yo me olvido de que ya no hay condenación para mí, porque ahora estoy en Cristo, corro el riesgo de vivir creyendo que depende de mí que Dios me acepte.
Cuando no recuerdo la verdad del Evangelio todos los días, que ya no hay condenación para mí, vivo bajo el peso de una culpa innecesaria porque Cristo pagó por todos mis pecados, los de ayer, los de hoy y los de mañana. ¿Quiere decir eso que no tengo que confesarlos? ¡Para nada! Al contrario, porque nuestro Dios es santo, nosotros debemos confesar nuestros pecados, cada día. Pero no los confesamos para salvación, sino para santificación.
Hermana, seguiremos luchando con el pecado hasta que lleguemos a la eternidad. Confesar nuestros pecados es un reconocimiento de quiénes somos y quién es Dios. Es admitir que necesitamos de Él para agradarle porque somos incapaces, porque nuestro corazón es engañoso y perverso, y aunque ya el pecado no tiene poder sobre nosotras, todavía nos cautiva. Confesar nuestros pecados nos permite mantener la comunión con Dios y con nuestra familia de la fe. Cuando dejamos de hacerlo, nos enfermamos por dentro; aunque no nos demos cuenta, estamos sufriendo, hay ansiedad. Esta realidad la experimentó el rey David. Mira lo que escribió:
«Mientras callé mi pecado, mi cuerpo se consumió con mi gemir durante todo el día» (Sal. 32:3).
¿Has estado ahí alguna vez? ¿Estás ahora mismo? Tal vez sea con Dios o con alguna persona. Sabes que hay algo que necesitas confesar, pero no te atreves… ¡y la angustia te consume por dentro! No lo demores más.
Dejar de confesar nuestro pecado es peligroso porque endurece nuestro corazón, nos insensibiliza, y lo que ayer veíamos como pecado, poco a poco va dejando de serlo ante nuestros ojos. La buena noticia es que, a pesar de nuestro pecado, tenemos un Dios bueno que está pronto a perdonarnos; no porque lo merezcamos, sino por lo que Cristo hizo en la cruz. Él ganó nuestro perdón.
Cuando Juan escribió su primera carta, la dirigió a cristianos. Esta carta fue escrita para la Iglesia, en aquel entonces y ahora también. Y es en esa primera carta que encontramos este pasaje: «Si confesamos nuestros pecados, Él es fiel y justo para perdonarnos los pecados y para limpiarnos de toda maldad» (1 Jn. 1:9). Podemos confesar nuestro pecado con la certeza de que el Señor es fiel y justo para perdonarnos, ¡ya lo hizo en Cristo!
De modo que si estamos en Cristo, incluso cuando el pecado nos entristezca, no nos condena porque la condenación ha sido borrada. Cuando esa sensación, como la que yo experimenté en lo que te conté al principio, vuelva a visitarte, identifícala como lo que es, una mentira del enemigo. Y trae a tu mente la verdad del Evangelio: ya no hay condenación para los que estamos en Cristo Jesús. De hecho, te animo a leer Romanos 8, todo el capítulo. Medita en lo que dice. Y descansa.
Parte del contenido de este artículo fue tomado de mi libro "Un corazón nuevo". Puedes conocer más y ordenar una copia aquí.
Gracias por leer y compartir,
Wendy
Commenti