Hace unos 10 años viví lo que podríamos llamar una crisis de fe. Un sábado en la tarde salí manejando sin rumbo, sin saber qué hacer, ni qué pensar, ni qué creer. Sentía que había tocado fondo. Cuestionaba si realmente lo que yo decía creer era cierto, si en verdad conocía a Cristo, si vivir para Él valía la pena. De tan solo escribirlo me asusta porque nunca había vivido nada igual.
Después de dar vueltas de un lado a otro por fin estacioné mi carro de frente al oeste. Mientras miraba el atardecer las lágrimas rodaban por mis mejillas de manera incontrolable. ¿Qué me ha pasado? ¿Por qué llegué hasta aquí?
Clamé al Señor con todas mis fuerzas, le imploré, le rogué que me sacara del pozo de la desesperación en que me encontraba. ¡Nunca las palabras del Salmo 40 habían sido tan reales para mí! Le pedí que hiciera claro a mis ojos por qué estaba así, qué me estaba sucediendo.
En Su bondad el Señor me hizo ver que el centro del problema estaba en las mentiras que yo había creído porque la idea que yo tenía de Dios no era real, no se ajustaba a Su Palabra, no había entendido bien el Evangelio, ni la gracia y, especialmente, el carácter de Dios. Y por eso miraba todo tras el lente equivocado. Cuando la idea que tenemos acerca de quién es Dios no es fiel a lo que Él dice de sí mismo sino que es más bien el resultado de algo que hemos concebido en nuestra mente, ¡estamos en serios problemas! Por su gracia, a partir de ese momento el Señor comenzó en mi vida lo que suelo llamar una reforma espiritual, y lo hizo través de Su Palabra. Lo cierto es que es solo allí que podemos conocer realmente a Dios.
Esa es la razón por la que quiero comenzar una serie en la que hablaremos de quién es Dios, como lo enseña la Biblia. Hoy empezaremos con una breve introducción. Oro que a medida que puedas ver en las propias Escrituras quién es Él y las implicaciones de su carácter, tu corazón aprenda a vivir arraigado en la verdad y no en las circunstancias o aquellas cosas que hayas llegado a creer pero que distan mucho de ajustarse al carácter y el obrar de un Dios que es soberano, bueno, fiel, paciente, justo, inmutable, eterno, Santo, verdadero, misericordioso, perdonador, redentor, salvador... A todas estas cosas se les conoce en teología como los atributos de Dios.
Cuando la idea que tenemos acerca de quién es Dios no es fiel a lo que Él dice de sí mismo sino que es más bien el resultado de algo que hemos concebido en nuestra mente, ¡estamos en serios problemas!
Dios no es un ser compuesto de atributos. Sus atributos son Él mismo. Sus atributos son su ser. Ningún atributo es más importante que el otro ni ninguno da orden a los otros. Los atributos de Dios revelan quién es Dios.
Ahora bien, hay atributos que Dios en cierta medida comparte con nosotros, su creación, porque fuimos creados a su imagen. A esos atributos se les conoce como comunicables. ¿Qué es un atributo comunicable? Algo inherente a la naturaleza de Dios y que nosotros, como criaturas, compartimos con Él. Por ejemplo, podemos manifestar bondad porque Dios es bueno. Sin embargo, no somos inmutables; solo Dios lo es. A esos atributos que solo pueden describirlo a Él se les llama incomunicables.
Hoy comenzaremos por uno de los atributos comunicables: la bondad de Dios. La bondad de Dios apunta a la perfección de su naturaleza, Él es bueno en sí mismo. Su bondad se revela en Su amor y en Sus actos. Eso significa que Dios es bueno siempre y que todo lo que hace es bueno. La Escritura declara esta verdad una y otra vez, por ejemplo:
El Señor es bueno para con todos,
Y su compasión, sobre todas Sus obras. (Salmo 145:9)
Antes bien, amen a sus enemigos, y hagan bien, y presten no esperando nada a cambio, y su recompensa será grande, y serán hijos del Altísimo; porque Él es bondadoso para con los ingratos y perversos. (Lucas 6:35)
Porque Dios es bueno en sí mismo, su bondad no está sujeta a nada; no depende de nuestro comportamiento o actitudes, ni de las circunstancias. Dios es además el estándar perfecto de bondad. Cuando pensamos en alguien bueno es porque lo estamos comparando con el estándar equivocado. Solo hay uno bueno y ese es Dios. Cualquier acto de bondad en este mundo caído es un reflejo de la imagen de Dios en nosotros.
¿Y por qué importa saber que Dios es bueno? Por muchas más razones de las que puedo incluir en este breve espacio pero una de ella es esta: Si Dios es bueno, y así lo creemos, entonces cada cosa que suceda en nuestra vida es parte de Su bondad.
Romanos 8:28 es uno de los versículos más conocidos y memorizados en las Escrituras:
Y sabemos que para los que aman a Dios, todas las cosas cooperan para bien, esto es, para los que son llamados conforme a Su propósito.
Pero no debemos pasar por alto que no es un pasaje aislado sino que está dentro de un contexto, dentro de un párrafo que, al mismo tiempo, se relaciona con párrafos anteriores. Pablo en el versículo 18 comenzó hablando de los sufrimientos que tenemos de este lado de la eternidad. Ha hablado de que gemimos junto con la creación, que somos débiles, y es a la luz de todo esto que ahora nos dice, inspirado por el Espíritu Santo, que todo obra para el bien de los que aman a Dios.
Si Dios es bueno, y así lo creemos, entonces cada cosa que suceda en nuestra vida es parte de Su bondad.
El pasaje no dice que todas las cosas serán agradables o fáciles. Un divorcio no es algo bueno, un hijo enfermo no es algo agradable, un diagnóstico terminal no es algo que nos parezca bueno. En esencia, estas cosas no son lo que a nuestra vista parece bueno. Son dolorosas, son difíciles, quisiéramos cambiarlas o no pasarlas, ¿verdad? Si nos dieran a escoger, nadie escogería estas u otras dificultades. ¿Cuál es la verdad del pasaje entonces? Que Dios usará estas cosas para cumplir sus propósitos, y sus propósitos siempre son buenos, aunque de momento no podamos verlo o entenderlo.
De este lado del sol habrá dolor, habrá enfermedad, tendremos injusticias, quebrantos, pérdidas, muerte; pero tenemos un Dios bueno que muestra bondad a quienes, sin duda alguna, no la merecemos. Nos ha mostrado su bondad al enviarnos a Cristo para rescatarnos y darnos la promesa de una eternidad junto a Él. Cuando el dolor toque a nuestra puerta, cuando no podamos encontrarle sentido a las circunstancias que nos rodeen, recordemos que ellas no son un indicativo de la bondad de Dios. Ellas son parte de un camino que Él ha preparado, nada más. En momentos así, miremos a la cruz. Allí quedó probada Su bondad.
Hoy, más de diez años después, sigo regresando a estas verdades porque son el ancla que sostiene mi alma en días de lluvia y días de sol.
Por Su gracia y bondad,
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