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Foto del escritorWendy Bello

Viernes santo: El Salvador y el ladrón

Es viernes. El viernes más oscuro de la historia. El viernes de la cruz.


En aquel monte, conocido como Calvario, Jesús es clavado en un madero junto a otros dos malhechores, dos hombres cuya identidad desconocemos. Mateo y Marcos nos cuentan en sus evangelios que estaban allí por ser ladrones. Sus actos deshonrosos pagarían las consecuencias en la cruz.

Al escribir su relato, Lucas incluye una conversación entre estos dos hombres condenados y Jesús.


«Uno de los malhechores que estaban colgados allí le lanzaba insultos, diciendo: «¿No eres Tú el Cristo? ¡Sálvate a Ti mismo y a nosotros!».

Pero el otro le contestó, y reprendiéndolo, dijo: «¿Ni siquiera temes tú a Dios a pesar de que estás bajo la misma condena? Nosotros a la verdad, justamente, porque recibimos lo que merecemos por nuestros hechos; pero este nada malo ha hecho». Y añadió: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas en Tu reino». Entonces Jesús le dijo: «En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lucas 23: 39-43).


Es interesante que el primer ladrón al abrir su boca –aunque en tono de burla– está haciendo un reconocimiento, está declarando que Jesús es el Cristo, el Mesías. Mesías, en hebreo, y Cristo, en griego, significan «el ungido». El término denota al rey prometido que salvaría al pueblo de Dios.


Otros que también estaban allí –aunque también a manera de burla– hacen afirmaciones similares, lo llaman como lo que realmente es Jesús, el Rey de los judíos que salvaría no solo a este pueblo sino a muchos más.


El ladrón incrédulo con su mofa nos recuerda el título mesiánico de Jesús y lo que solo él puede hacer: salvarnos. Al mismo tiempo, sus palabras reflejan el sentir de aquellos que habían gritado crucifícale: esperaban un Mesías que irrumpiera en Jerusalén por la fuerza, que se salvara a sí mismo y a ellos, y no un siervo sufriente que muriera ensangrentado ante la mirada de desprecio de los espectadores como había anunciado el profeta Isaías siglos antes:


Pero Él fue herido por nuestras transgresiones, Molido por nuestras iniquidades. El castigo, por nuestra paz, cayó sobre Él, Y por Sus heridas hemos sido sanados. Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, Nos apartamos cada cual por su camino; Pero el Señor hizo que cayera sobre Él La iniquidad de todos nosotros.

Fue oprimido y afligido, Pero no abrió Su boca. Como cordero que es llevado al matadero, Y como oveja que ante sus trasquiladores permanece muda, Él no abrió Su boca.

Pero quiso el Señor Quebrantarlo, sometiéndolo a padecimiento. Cuando Él se entregue a Sí mismo como ofrenda de expiación, Verá a Su descendencia, Prolongará Sus días, Y la voluntad del Señor en Su mano prosperará. Debido a la angustia de Su alma, Él lo verá y quedará satisfecho. Por Su conocimiento, el Justo, Mi Siervo, justificará a muchos, Y cargará las iniquidades de ellos. Por tanto, Yo le daré parte con los grandes Y con los fuertes repartirá despojos, Porque derramó Su alma hasta la muerte Y con los transgresores fue contado; Llevó el pecado de muchos, E intercedió por los transgresores.

(Fragmentos de Isaías 53, NBLA).


Jesús ni siquiera atiende a la burla. Es el otro ladrón quien contesta y le hace un reproche a su compañero de condena. Él había entendido que estaban allí porque lo merecían. Y, además, tendrían que dar cuentas ante Dios, ¡era a Él a quien más habían ofendido! Al comprender su culpabilidad y la inminencia del juicio de Dios por su pecado, este ladrón clama a Jesús. En sus palabras está implícito el reconocimiento de que Jesús sí lo puede salvar, y está implícito también su arrepentimiento. Había entendido que la única esperanza de salvación para un pecador está en manos del Jesús crucificado que luego resucitaría.


Es interesante que su súplica no fue líbrame de esta cruz” sino “acuérdate de mí cuando vengas en tu reino”. Por un lado, estaba convencido de que Jesús regresaría para establecer un reino, este sí era el verdadero Mesías, ¡en es cruz estaba la esperanza de Israel! Por el otro, entendió que tenía mucho más valor y relevancia estar junto a Jesús en ese reino futuro que el hecho de librarse de la cruz y seguir viviendo.

La única esperanza de salvación para un pecador está en manos del Jesús crucificado que luego resucitaría.

¿Y cómo pudo haber llegado a tales conclusiones este ladrón condenado? No lo sabemos, pero no cabe duda de que Dios abrió sus ojos y pudo ver no solo la realidad de su corazón sino también la identidad de aquel que estaba crucificado junto a Él. En él se cumplió lo que dijo el salmista: «Porque en Ti está la fuente de la vida; En Tu luz vemos la luz» (Sal 36:9).


Y luego escuchamos la respuesta de Jesús: «En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso». Jesús le dio la certeza de que la salvación era algo inmediato, no un futuro distante. La salvación como algo para el hoy es un tema que Lucas refuerza varias veces en su Evangelio. Y Jesús le habla del paraíso. Esa palabra se usa de diferentes maneras en las Escrituras. Una de ellas como referencia al jardín hermoso donde Adán y Eva vivían, con toda la abundancia y cuidado de Dios. Pablo la usa para hablar del cielo (2 Co 12:4). Con sus palabras Jesús está declarando que Él tiene las llaves, es decir, la autoridad para dejarnos entrar a este lugar donde volveremos a tener la comunión con Dios de la que gozaron Adán y Eva al principio.


El ladrón apeló a Cristo en reconocimiento de su pecado y como el único capaz de salvarlo. Recibió gracia y misericordia. Recibió la promesa de un futuro con Cristo, de vida en el reino que Él vendría a establecer. El ladrón fue rescatado de la desesperanza a la esperanza. Rescatado para vida eterna. Si bien ya no tuvo mucho tiempo más, sus últimos minutos fueron un trofeo de la gracia de Dios.


¡Tanto que aprender sobre este encuentro! El único camino a la salvación, al restablecimiento de nuestra relación con Dios comienza por la confesión de pecados, el arrepentimiento y la decisión de poner la fe en Cristo Jesús, el Mesías, el Ungido de Dios. El ladrón comprendió algo que a menudo solemos olvidar: no hay nada que podamos hacer para salvarnos o para estar a cuentas con Dios. La salvación es por gracia, mediante la fe. No por obras.


A menudo seguimos viviendo la vida cristiana queriendo ganar el favor de Dios, creyendo que depende de lo que hagamos o no hagamos. La cruz de Cristo fue el pago por nuestro pecado. La muerte de Cristo aseguró que se saldara la deuda que teníamos con Dios. No hay nada que añadir. Cualquier obra que hagamos, cualquier fruto de obediencia, es un resultado de la salvación que ahora disfrutamos en Cristo. Fuimos salvados para vivir en las obras que Dios diseñó desde el principio, como muy bien afirma Pablo en Efesios 2:


«Porque por gracia ustedes han sido salvados por medio de la fe, y esto no procede de ustedes, sino que es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe. Porque somos hechura Suya, creados en Cristo Jesús para hacer buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviéramos en ellas» (Ef 2:8-10).


Si estás en Cristo, este es un buen recordatorio hoy: fuimos rescatados para vivir con la esperanza de la vida eterna, incluso en el momento en que la muerte sea inminente. Rescatados para vivir libres para siempre del peso de las obras porque Cristo lo hizo todo en la cruz.


Gracias, Señor, porque Cristo murió por nosotros cuando todavía éramos pecadores. Gracias por la cruz a la que podemos levantar la mirada y encontrar perdón, esperanza, libertad. Gracias porque fue tu amor lo que llevó a Cristo a la cruz y allí lo sostuvo. Gracias por el viernes más oscuro donde el justo murió por los injustos, donde el pecado fue vencido para siempre, donde Satanás fue derrotado. Gracias por ese viernes doloroso porque fue el preámbulo del domingo que cambió la historia, nuestra historia escrita por Ti.

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